miércoles, 28 de septiembre de 2022

384/ Un deslumbramiento (IV)

DEL CINE


A Ignacio Abel lo hemos dejado en el cine. El <<casquivano>> está, allí, acompañado de su hijo Miguel. Muñoz Molina escribe en <<La noche de los tiempos>>: 

     <<Miguel se ponía nervioso cuando le gustaba mucho una película, no sabía estarse quieto, se echaba hacia delante en el asiento como si quisiera estar más cerca de la pantalla, sumergirse en ella, se moría de risa o temblaba de miedo, pellizcaba a Lila, le daba puñetazos, tan embebido en la película que cuando salía del cine iba mareado, aturdido, y esa noche no había manera de que se callara cuando apagaban las luces, porque quería seguir comentando con Lila las escenas y los personajes, y cuando ella se quedaba dormida él ya estaba demasiado nervioso para rendirse al sueño, reviviendo la película, imaginando variaciones en las que él mismo actuaba como protagonista>> (Seix Barral. Barcelona, 2009. Pág., 312). 

     Qué fuerza arrolladora exhibe el cine. Logra, con ella, desestabilizar por completo un organismo humano. Impresiona saberlo; más, experimentarlo. Pareciera que uno desertara de sí mismo con un objetivo único: regresar a sus propias filas exánime y sin una idea demasiado clara de quién es. ¿Fulano? ¿Mengano? ¿Zutano? La película ha finalizado ya y uno no tiene la certeza plena de haber tomado posesión de sí. Todo se remueve en su interior: intereses, quehaceres, valores. Todo se remueve internamente pero sin desencajarse de su sitio. Certitud, esta, a la que uno llega tiempo después de irrumpir en el azogue de la pantalla la palabra <<Fin>>. Ese tiempo puede adquirir atributos de eternidad o de todo lo contrario: transitoriedad. Más lo primero: un tiempo, eterno, en que el cine se ha transformado en un arma de doble filo. Ese arma es, al par, homicida y defensora (por así decirlo). Esto no solo acaece en la infancia. También en la adultez tiene lugar semejante zamarreo y no digamos en la adolescencia. Quizá sea esta última una etapa del crecimiento humano proclive al <<apego evitativo>> (si hay autoconocimiento y la criatura se sabe vulnerable a las bravas oleadas emocionales que suscita el cine en el pobrecito espectador). Capítulo siguiente al mentado es el del sueño (cómo cuesta conciliarlo después de una velada cinematográfica de alto voltaje, sea de noche o de día, en sesión matutina o golfa: un suplicio). Pero aún quedaría otro capítulo por visionarse: el de las posibles (y probables) pesadillas. La trama y los personajes se han transformado en escenas mentales oníricas de un valor surrealista fuera de lo común que, al siguiente despertar, ya no serán recordadas (o sí). Lo cierto es que, caso de ser estas recordadas, introducirían en uno la sospecha de que tal vez haya nacido para convertirse en cineasta. Cosas más extravagantes se han visto bajo la bóveda celeste. 

     Y así se van sucediendo los días (con sus noches) del pobrecito espectador, entre sala y sala, entre crisis y crisis identitaria trivial y gozosa siempre. El inconmensurable poder del cine.

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