Ayer,
17 de abril, murió Gabo. Abril-Gabriel. Abril-Javier. Tal día como ese, del
setenta y ocho, nací yo. Treinta y seis años después (misma jornada y misma
cuota anual) expira él. ¡Huérfano he quedado de maestros vivos! Me corrijo: solo
F. aún colea y da la matraca con sus libros y sus artículos a contra-Discurso de Valores Dominantes.
Los otros tres (Gabo, como digo, es uno y el principal) ya se fundieron con el
oxígeno y con el dióxido de carbono del aire de la atmósfera terricolaria. No
consignaré aquí el nombre (sí su inicial, acabo de transcribirla, F.) de aquel
que todavía inspira y espira éstos gases sobre todo abdominalmente y en ocho
tiempos. Es decir: a la manera budista. Quien últimamente haya siquiera ojeado
esta bitácora sabrá sin dubitación a quién me estoy refiriendo. Hoy, aquí y
ahora, no tiene cabida su baqueteado nombre. Hoy es el de Gabriel García
Márquez el que, mal que me pese, copa este (por una vez y que no sirva de
precedente) luctuoso espacio. Maestro: jamás de los jamases he sido tan feliz como
leyendo cualquiera de tus célebres obras. Abro paréntesis. ¿Te acuerdas, Alberto, lo que
tertuliábamos tú y yo acerca de Gabo y de sus Cien años de soledad? Cualquier tascucio (por decirlo a la manera
de mi cuarto y coleante y viajante y apremiante y contradictorio maestro) era
bueno para ese menester. Horas y horas de cafés bien conversados (así lo expresaría
el de Aracataca). Se nos fue, Alberto, ay. Y ay, Ana, se esfumó mi esperanza de
conocerlo en persona. ¿Recuerdas cuando te propuse ir a Barcelona, aprovechando
que él recaló allí, para estrecharle la mano y agradecerle tantas y tantas páginas
de inigualable (por magistral) y altísima literatura? Cierro paréntesis. ¡Corta muerte y larga
reencarnación (siempre que ésta devenga felicísima) al mejor novelista de todos
los tiempos! Sí, he dicho: de todos los tiempos. Así lo creo. Así lo veo y lo
suelto. Así lo aireo. Ahora en tu honor, maestro, escucharé el Réquiem de Mozart y entre corchea y corchea me sumergiré
en la lectura con miras a olvidar parcialmente tu fatal e intempestivo (siempre es
intempestiva la muerte de un maestro) deceso. Yo te leeré de nuevo y contigo
conversaré de tú a usted y en clave de indisoluble hermandad literaria. ¿Puedo
pedirte que saludes de mi parte, si tienes ocasión, a Aureliano Buendía y a
Úrsula y a Amaranta y al coronel y a…? Por cierto: ¿recibió éste, a la postre,
su misiva? ¿Y Florentino Ariza? ¿Y Fermina Daza? ¿Están ahí contigo? Ah. Que
aún viven y, en consecuencia, mueven y remueven la colita. Que no han querido
acompañarte en el viaje definitivo.
Que todavía tenían una misión que cumplir en la tierra: la misma desde el día
en que los concebiste y trajiste a la luz de la Realidad Mágica (así,
con mayúsculas) y no siempre doliente. Vale. Yo seguiré en la brecha, maestro,
sempiternamente encontrándome con ellos y leyéndote. Cómo si no. Me despido ya así: hasta siempre
(hasta cientos de taumatúrgicas y gozosas páginas). Que el ángel de los
narradores (si lo hay) te acoja entre sus vaporosos (digo yo que lo serán…)
brazos. Y que la bienaventuranza sea contigo. Amén.
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