martes, 8 de abril de 2014

133/ Difamador, ¡oh, Fabio!, estoy...

Cada vez me siento menos periodista y más escritor. Y no lo digo por decir. Sino por sentir (ambos oficios: Periodismo y Literatura) y por sentirlo (que cada día…). Mejor dicho: por creerlo a pie juntillas. Y con un canto en los dientes me doy cuando, alguien que ejerció y aún ejerce la labor de unos y de otros (adictos a la esclavitud del tiempo y del espacio y quienes propenden a la libertad de la imaginación) como es Fernando Sánchez Dragó, escribe en su “dragontea” lo siguiente: “Son (…) los periodistas –ese hatajo de canallas. Lo dice un hombre por cuyas venas corre tinta de rotativa– quienes nos han acostumbrado a pensar que lo malo siempre interesa y que lo bueno nunca es noticia. Allá ellos y quienes les ríen la gracia. Yo, precisamente por ser hijo, nieto, sobrino y sobrino nieto de periodistas, estoy inmunizado frente a los virus de la mencionada epidemia” (Sentado alegre en la popa. P., 311-312. Barcelona, 2004. Planeta). Si mi estimado Fernando lo dice, y de consuno yo así lo creo y lo siento, verdad será. Tampoco es mentira que, aún sintiéndome yo escritor, no por ello estoy ni estaré nunca obligado a considerarme miembro integrante del grupo de los escritores. Ni de ningún otro grupo. Soy individualista. No comulgo con las ruedas de molino del colectivismo ni, menos aún, del corporativismo. Tampoco del estilo imperante en función (caso de la Literatura, ¡uy, perdón!, quería decir del Periodismo. Pero, ¿no es éste un género de la Literatura fantástica…?) de una ideología política o de una estética encorsetada por Lo Igual. Detesto las modas suscitadas en cada época. Yo ni me tengo por clásico ni por moderno ni por posmoderno (¡esto, Dios me libre, menos que nada!), ni por surrealista ni por realista ni por ultraísta, ni por simbolista ni por vanguardista ni por todo lo contrario. Yo vengo a ser lo que buena o malamente soy, es decir: nada, y eso es así precisamente gracias (entre otras cosas) a la gran indiferencia que, hoy por hoy, dispenso a mi pobrecita obra. No me duelen prendas (nunca me han dolido) en censurarla. Por lo que censurar (siempre juiciosamente) la de los demás me resulta poco menos que pan de corteza blanca y miga blanda servido en la mesa y comido (por mí) a lo tragaldabas. Y es que debería estar restringido por la ley publicar cuando lo publicado ha sido engendrado y parido por alguien con menos de veinte o treinta primaveras de experiencia como escritor o (ay de quienes se miran y remiran el ombligo…) como poeta. Yo no sé a qué esperan los editores para devolver al oficio de la Literatura (en la parcela que a ellos, y solo a ellos, les corresponde) el prestigio de que siempre gozó y nunca debió perder. Las creaciones de aquellos que hoy no superan los 30 abriles me parecen (con algunas excepciones) muy deficientes (casi tanto como las mías, que ya es decir) y merendárselas una auténtica pérdida de tiempo. No alimentan. No llevan el suficiente nutrimento. Más escasez de hidratos de carbono y de proteínas, y demasiadas grasas saturadas o trans, que otra cosa aducen las mismas. En vez de eso, ¿no sería mejor echarse a la vida…? Para escribir necedades, mejor (si supuran diversión) hacerlas, ¿no? En fin. Ahí queda eso… Y ahora que me ponga verdegreen (como dice el Príncipe de Azulandia) quien quiera y, de paso, que me eche a los leones. ¡Me lo merezco! Por deslenguado, por exagerado, por…   

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