Las dos orillas del Rubicón literario entrañan riesgo. Me refiero a la escritura y a la lectura. Yo lo intuía. Hoy lo corroboro. En la mañana me he dado de bruces con un texto brutal datado en 2011. Me ha abordado (el texto) en el blog de F.S.D. y remitido a otros dos no menos inactuales: una noticia de prensa y un artículo rubricado por Vargas LLosa. El eje vertebrador de tales escritos es un suceso lastimero. A saber: el suicidio de Pilar Donoso. Ella fuera hija (adoptiva) del novelista chileno José Donoso y de María Esther. Acaeció el hecho el año 2011. Mi impresión ha tomado cuerpo a raíz de saber que el escritor prefiguró el trágico final de su hija. Tenía aquél un proyecto de novela que la muerte le impidió desarrollar (se constata en sus diarios. Los mismos que leyera su hija. Ella descubrió en ellos una suerte de barbaridades que no le permitirían seguir inhalando y exhalando oxígeno: pensamientos y sentimientos deleznables agavillados en torno a la depresión, el alcoholismo, la histeria y la paranoia. Atributos, todos, de sus progenitores). Ese proyecto de novela no cursado encastillaba a un personaje protagonista: la hija de un escritor que resuelve matarse tras leer los diarios se su padre. La literatura, me parece, es un jardín de plantas medicinales y también venenosas. Leer obras de autores depresivos (tal vez deprimentes) puede desencadenar uno que otro malestar al sistema nervioso. No leerlas es estar en la inopia. Al lector se le plantea una lógica controversia: leerlas, al cabo, o no leerlas. Yo no sé cuál decisión es la más correcta. F.S.D. menciona en su post los pájaros de Hitchcock, los cuervos de Poe, las sombras de los hombres. Yo me he anegado de tales sombras, cuervos y pájaros, en infinitas lecturas. De un tiempo a esta parte he optado por obviarlos. Los textos referidos han rentado un regusto acibarado a mi paladar lector. Me hastía que el arte se incursione, en exceso, por la pesadumbre y por la muerte. Otros caminos son transitables y no desmerecen un ápice. Somos como asnos: nos dirigimos, empecinados, tras la misma zanahoria una y otra vez. Lo peor es que nuestros lectores nos van en zaga. Cambiemos el rumbo. Cambien el rumbo quienes nos leen. Corremos el riesgo de incurrir en el homicidio imprudente o en la inducción al suicidio. Mis amigos pos-modernos, pobres, saben mucho de esto. Dicho sea sin guasa. Y dicho sea con absoluta tristeza. Casi todos ellos, ay, son muy jóvenes.
martes, 30 de junio de 2015
jueves, 25 de junio de 2015
190/ El euroniño
El niño que cursa Primaria debe adquirir (debe desarrollar) el “sentido de iniciativa”. También un "espíritu emprendedor”. Lo dictamina el Real Decreto 126/2014, de 28 de febrero, por el que se establece el currículo básico de la Educación Primaria. Enuncio: hay en la segunda expresión algo que me irrita. Un tufo economicista asciende hasta mi cerebro cuando la leo. Y no lo desprende el sustantivo que la corporeiza. Es el adjetivo. ¿”Emprendedor”, de qué? ¿Para qué? Y, ¿por qué? ¡Qué hastío! Siempre la cantinela de rigor: ¡hay que emprender, hay que emprender, hay…! Muchachos: parece que los ojos se os hubieran volado… ¡Actívese únicamente el sentido de iniciativa! No es lo mismo iniciar que emprender. Lo primero conlleva comenzar. Lo segundo, comenzar con miras a agenciarse moneda corriente. Inculcarle a un escolar que debe convertirse en asalariado es como tajarle, de un solo tajo, la infancia. Iniciar deviene estimulante. Hasta educativo deviene. Emprender aviva la llama de la especulación, del capitalismo inhumano, de… “¡a la saca!”. ¿Nadie va a interiorizar, aquí y ahora, aquel precepto de la Bhagavad Guita que reza: “haz sin esperar nada a cambio”? Claro que los papás (lumbreras todos) de las leyes de educación no habrán leído el sagrado texto hindú. Falta les haría. ¡Que emprenda Rita! Esto diré, llegado el momento, al Príncipe de Azulandia. Solo espero que no haga oídos sordos.
jueves, 18 de junio de 2015
189/ El lectómetro
Parece inverosímil. Pero no lo es. Parece una tontada. Pero no lo es. Parece una pérdida de tiempo. Pero no lo es. ¡Nada más lejos! Aludo al lectómetro escolar. He dicho: lectómetro. No lactómetro. Éste mide la densidad de la leche. Aquél hace lo propio con la materia gris. Se utiliza para contabilizar libros: los que el alumnado lee durante un tiempo determinado. ¡A crear redes neuronales! No como otros. Siéntanse, con esto, "interpelados" los políticos. Va por ellos. No leen. Yo, en la E.G.B., comprobé en carne propia y ajena los efectos benignos del lectómetro. Engrosar la lista de libros leídos pasó a convertirse en una obsesión. Maravillosa obsesión. Gracias a ella andorreé por India, viajé en un tren donde se investigaba un crimen, hasta en globo viajé. Fui explorador, argonauta, saltimbanqui. Mi maestro de entonces activó el conmutador de la fantasía al desarrollar, en clase, la iniciativa del lectómetro. Otra circunstancia alumbra el éxito, en la escuela, de este instrumento: la naturaleza competitiva del ser humano. Yo la detesto. Pero no dejo de reconocerle cierta utilidad. Leer más libros que otro niño, niño yo, era una felicidad sin igual. Leerlos y registrarlos con el auxilio del lectómetro. Juzgo este “artificio” inductor de los préstamos bibliotecarios que nunca he solicitado (ni solicitaré). Libro que leo, libro que he de colocar en la balda de mi librería, y libro que he de conservar hasta la muerte y no prestar jamás. La experiencia es un valor añadido: nadie (casi nadie) restituye el libro que le han prestado.
lunes, 15 de junio de 2015
188/ Amor y odio
Cuando un título de libro propicia que se ericen los vellos de un antebrazo, cuando el propietario del antebrazo conecta esas palabras con un recuerdo, claudica y piensa: he aquí el valor de la literatura. Del amor al odio hay un breve trecho. Lo que se censura y vapulea es amado y, por amado, odiado. Y por odiado, es claro, amado. Uno se pregunta para qué sirve la literatura. Por qué la escribe y por qué la lee. Al fondo borbota un remordimiento: escribir o leer en vez de hacer lo que sea por el otro. Obviando el hecho, a todas luces fidedigno, de que leer y escribir ya es hacer algo por el otro. Verbigracia: por uno mismo. ¡Pero uno escribe para que le quieran! Cierto. Concluiré: atizo aquello que más amo por un puro melindre intelectual. Concibo contraproducente que el novelista o el poeta acabe siendo laureado en tanto que el científico o investigador no lo es (no lo será) jamás. Que aquél se convierta en adalid de masas y éste en menesteroso del favor popular. La literatura cura el alma. Lo sé. Como también sé que a ciencia cierta no sé si el alma existe o no existe. Qué incertidumbres terribles. Digo: la del alma y la de la literatura. Descoyuntan el armazón vocacional y uno piensa en "La verdad de las mentiras”, de Vargas LLosa, como texto que no le rentó convicciones lógicas suficientes para justificar con ellas lo que más ama. Y a ese intríngulis de adentro se ve uno abocado, lúcido, descontaminado de sí mismo. Después de la tormenta de interrogantes llega la calma del agotamiento mental. Y un día uno lee un título de libro que reza: Cuentos al amor de la lumbre, o El hombre que se volvió relativo, o Un lugar parecido al paraíso, o El bosque de los sueños… Pertenecientes, todos ellos, a obras literarias (apostillo: premiadas) de Antonio Rodríguez Almodóvar. Y los vellos del antebrazo se le erizan como agujas. Y piensa: he aquí el maravilloso valor de la literatura. Léase: vivificar mente y espíritu. Léase también: emocionar. Hasta el día siguiente en que, de nuevo, se manifiestan los interrogantes de su desvelo. Y así pasa los días. Sin dejar, ni uno solo, de leer y de escribir. Y se pregunta: ¿hasta cuándo? Y se responde: hasta que no encuentre una sola tesis a favor de no hacer esto que hago. Y sigue uno eternamente a lo suyo...
viernes, 12 de junio de 2015
187/ Literatura infantil
Descubrir la literatura infantil en la edad adulta tiene sus ventajas. Un hecho primordial se produce en esa coyuntura: despabila el niño que dormitaba en el lector. Se sabe y se duele quien esto sabe. El dolor desaparece al confirmarse que aquél solo dormitaba. Uno no deja, por ello, de sentirse adulto. Más al contrario: se reafirma en su adultez. ¿Cómo? Adquiriendo la cualidad de adulante. La adulancia (neologismo acuñado desde yo no sé cuándo en este blog) es un estado del alma semejante a la felicidad. Una editorial lo refleja bien: Kalandraka. Sus libros rezuman adulancia por las pastas y por los lomos. Éstos van arropados por unas ilustraciones que rayan en la perfección plástica. Y, al fondo, la vida. Juzgo una necedad parar mientes en si quien lee esos libros es o no es un niño. Lo crucial del caso está en si ese o esa que los lee siente o no su conexión, la del libro y la de él o ella, con la vida. Los hay (los libros de que hablo) para todos los gustos y todos los disgustos. Léase: sobre dificultades de aprendizaje, emotividades, valores. Ay de quien crea que la literatura infantil es, solo, un entretenimiento. No. La literatura infantil es arte a la altura de la otra (si no más allá). Descubrir, por lo demás, esta otra en la edad infantil es distinto. Ay de quien, siendo niño, lee libros para adultos. ¿A qué adelantar el parto de la bestia? Hombres y mujeres leyeron, por ejemplo, el Quijote siendo niños. No les fue mal. Se vanaglorian de ello y defienden, a capa y espada, las bondades de esa precodidad. Acaso sean excepciones que confirman (y conforman) la regla del desarrollo psico-evolutivo infantil. Niños que se sumergieron en las profundas aguas de unos mares poco surcados. Niños que respiraron el oxígeno contenido en otro tipo de botella. Al fin y al cabo cualquier texto resulta válido cuando se trata de leer. Es decir: de vivir dos o más veces. Acaso (solo acaso) tengan razón. ¿Quién lo sabe? En fin.
miércoles, 10 de junio de 2015
186/ Juanramoniano estoy
Un propósito mío de re-lectura para este verano lo representa Platero y yo. Cada vez que acudo a ese texto se cierne sobre mí el deseo de emular a JRJ. No hay palabras que describan con fidelidad cómo tan singular librito cortocircuita mi yo de adentro. Lo leí, por vez primera, en la adolescencia. No he podido zafarme de su influjo. Una amalgama armónica de atributos justifican lo que digo: melodía, idea, técnica. A la primera, por la segunda, y a ésta por la tercera. Solo a JRJ (con Darío) no le era ajeno el mágico itinerario. Cualquier texto juanramoniano sobrepasa al imitador. Ni aun los meros captores de reflejos de estilo son capaces de copiarlo. El osado se resigna y vuelve a enfundarse la camisa de lector. Y algo ocurre. Yo no requiero, cuando leo a JRJ, nada. Rectifico: solo que me dejen solo, tranquilo, conmigo y con la elegía andaluza. Me traslado a los idílicos y reales, al par, campos de Moguer. Justo por los alrededores de Fuentepiña. Desde el otero en que ésta se sitúa puedo divisar, al fondo, el pueblo. Y soy inmensamente feliz. Leo, vivo, veo el pino bajo cuyas raíces yacería Platero. JRJ se dejaría envolver por su frondosa sombra en compañía de Zenobia o de sí mismo. Pienso en Filomena (blanca y rubia...). Ella (LPR) y yo anduvimos cerca de esos andurriales. Recuerdo que la luna-lunera llena, enseriada, nos producía un repelús intrigante. Pero escritor y musa, bajo un mismo plenilunio, acaban por separarse. Ignoro el motivo. ¡Cosas de la madre luna! He de conformarme y, pues, me conformo. Lo que en modo alguno significa que quiera (o pueda) olvidarlo.
viernes, 5 de junio de 2015
185/ De geometría y de vida
Hoy la vida se me figura un poliedro. Las caras de ese poliedro estarían representadas por mis limitaciones de hombre. Una pirámide (también una esfera) sirve al caso que me ocupa. La pirámide es un poliedro con n caras (5 para mí) y una propiedad esencial: todas ellas, menos una, son triángulos (yo, el otro, mis circunstancias y las circunstancias del otro) que se unifican en un vértice común (Dios, suerte, destino). La otra cara, yo la visualizo así, es un cuadrilátero (¿vivir no es luchar a muerte?). Se corresponde ésta con la base. Voy, ahora, con el segundo modelo: la esfera. La definiré: cuerpo limitado por una superficie curva cuyos puntos (cualquiera de ellos) equidistan de un centro común (otra vez Dios, suerte, destino…). Si cortásemos por la mitad ese cuerpo y trazásemos un itinerario imaginario a modo de diámetro sobre él, inexcusablemente, pasaríamos por el centro de una circunferencia: ¿acaso no emparentamos (digo: en la vida) la suerte o el destino con Dios? Sea Dios, destino o suerte, todos “pasamos” por ese centro existencial. He dicho: centro, vértice, caras que limitan un cuerpo. He dicho: un poliedro. Me corrijo: un frágil poliedro que, tarde o temprano, se caerá y romperá (la dama de negro no se anda con chiquitas). ¡Tate! Todavía se conserva entero. Ergo...
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