2015 ha sido, para un servidor de casi nadie, un año intenso de principio a fin. Es verdad que habría de hacer especial hincapié en su segunda cuota: esa que abarca los meses comprendidos entre junio y diciembre. Subrayo, ahora, los tres últimos: octubre, noviembre y diciembre. Lo hago por razones varias que no voy a airear aquí. Circunscribo el último: diciembre. Y marco con una equis el día 21. Jornada, ésta, en que crecí exponencialmente. Reflexioné. Temblé. Me inmolé (simbólicamente hablando).
Al cabo me alegré.
Difícil día aquel 21 y día, por lo demás, espléndido. El olvido no podrá hacer de las suyas con él. Queda, pues, grabado a fuego en mi memoria. Dije “te quiero” y no mentí. Exalté la belleza de una sonrisa de mujer y no exageré ni una pizca. Recriminé cierta actitud y lo hice porque sentía lo que decía y lo que se siente va a misa de ocho. Aquella sonrisa, por cierto, fue tildada por mí de “maldita”; siempre desde el cariño.
Hoy tengo el pensamiento desembarazado y el ánimo a flor de conciencia. He dormido siete horas. Lo cual, creo, se entenderá como algo significativo. Cuando uno confiesa un sentimiento avasallador, y es respetuosamente escuchado, uno sabe del vacío. De lo que significa liberarse. También sabe de la “resignación”…
Lo bueno sería que ésta, la resignación, fuera acompañada de conmutadores de juegos verbales que accionaría quien te obligó a resignarte. A veces (común es) en forma de mensajes de texto contradictorios que, por serlo, dan alas a la desalada esperanza. Esto, como digo, es lo mejor. Lo conozco de primera mano. Me ha sucedido.
¡C`est la vie! Lo sé, lo sé. Y ahora, ¡no queda otra!, a otra cosa. Esperaré 2016 a puerta gayola. ¡Y que Krishnamurti me pille confesado!
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