martes, 10 de junio de 2025

479/ Una rareza trágica

El dicho, en reversa, es: <<Lo breve, si bueno, dos veces breve>>. 

     Esa, y no otra, ha sido la jugarreta. 

     El micro-estudio sobre la historia de la novela de aventuras que pergeñó Manuel Rodríguez Rivero, encastillado a modo de introducción en la obra La hija del capitán (Alexandr S. Pushkin. Ediciones Generales Anaya. Madrid, 1983), deviene tan bueno que a su vez deviene perjudicial su brevedad (¡esto a carta cabal! Perdón por la rima triple) para el letraherido. Dos veces breve sería, así, el micro-estudio mentado. Y qué gozada auténtica, de toda autenticidad, leerlo. Y qué pedagogía literaturizada con tintes academicistas, sí, pero solidaria con el lego en la materia; no es lo ordinario. 

     Estos son los hitos fundamentales del micro-estudio de Rodríguez Rivero:

     Uno: La esencia del relato de aventuras. 

     Dos: Características de la narración de aventuras.

     Tres: Presentación y punto de vista. 

     Cuatro: Una necesaria limitación. 

     Cinco: El mundo griego: épica y aventura. 

     Seis: La Edad Media: a la búsqueda de la aventura. 

     Siete: El ciclo bretón. 

     Etcétera.

     Yo no fui lector de <<Aventuras>>. Yo escuché (yo leí) infinidad de diatribas contra la novelística juvenil; tachada, ésta, de sub-literatura. Incluso algún Premio Nobel acogió ese tipo de paparrucha… Me agencié, mal que me pese, opiniones varias en dicha línea auto-destructiva. Hoy, reniego de todas ellas. Yo vindico la novela de aventuras (ejemplo, al aire, de esa supuesta sub-literatura. Otra rima… Mis excusas) como vehículo no sólo de evasión sino, también, de diversión y (lo más subrayable) de conocimiento histórico. Es el caso de La hija del capitán, de Pushkin, escritor ruso y no sólo un ruso que sabia unir palabras… Vaya: el mejor escritor ruso de todos los tiempos (según algunos gurús de las letras universales).  

     La novela transcurre en la época del reinado de Catalina II (1762-1796); es decir: en plena expansión del Imperio Ruso. Hay, en ella, algo de comedia de enredo; sabiendo, como sabe el lector <<desatento>>, que el quid de la cuestión es trágico. Algunos personajes (la mayoría) son planos. Esto, me parece, no resta interés a la obra. Los procesos psicológicos a que se ven abocados todos y cada uno de ellos están estructurados en fases. No hay concesiones al tiempo: las anécdotas suceden con prontitud.

     Un hecho singular se produce: el narrador protagonista narra, en un pasaje anecdótico, un duelo a espada entre él y su antagonista. La anécdota ficticia se convertiría en categoría real cuando Pushkin fuera muerto en un duelo con arma de fuego a la temprana edad de treinta y ocho y a raíz de una supuesta deslealtad cometida por su esposa. Ficción y realidad quedarían, aquí, enlazadas. A veces, la ficción no es sino agorera, o simplemente una mala pécora (dicho sea con todo el apego o inclinación imaginable).      

martes, 3 de junio de 2025

478/ El Otro, Yo

Había olvidado cómo escribía Benedetti. Craso error. Digo: porque es difícil, hoy, toparse con una pluma al par tan sensible y comprometida como la de Mario; sensible pero revolucionaria (ay); comprometida pero amorosa (¡ufa!). El compromiso no suele ir acompañado de dócil ternura ni, menos aún, anhelo de moderación. El caso de Benedetti es diferente. Duro él, en su análisis de la personalidad humana (con todo lo que ello conlleva: biología, aprendizaje, susceptibilidad al influjo externo y ajeno…); flojo, por empático exacerbado, a la hora de escuchar activamente al prójimo. Hablo de Benedetti; podría hablar de los personajes protagonistas de las novelas de Benedetti. Habría, ahí, una fusión.

     Mario escribió: <<(…) tipos como yo mismo, desacomodado en mi apellido porque reniego de toda la inmundicia que hoy lleva implícito el nombre Budiño; desacomodado en mi clase porque mi bienestar económico me duele como una culpa, como una mala  conciencia (…) desacomodado en mis creencias, sobre todo políticas, porque extraigo mis recursos de un sistema de vida totalmente opuesto al que prefiero; desacomodado en mis relaciones, porque quienes participan de mi nivel social me consideran poco menos que un bellaco, y quienes participan de mis creencias políticas me consideran poros menos que un tránsfuga; desacomodado en mis sentimientos, en mi vida sexual, porque he conocido la plenitud y desde entonces soy consciente de que lo demás es un pobre sucedáneo; desacomodado en mi profesión, porque el malón de turistas y candidatos a tales, me apabulla con su grosería, con sus contrabandos, con su guaranguería esencial, con su gloriosa estafita, con su obsesión de rebaja, con su alma de picnic; desacomodado frente a mi memoria, porque las buenas cosas que anunció mi infancia, las protecciones, las esperanzas, las osadías, se han quedado todas en el camino, y el recordar se me vuelve así un mero registro de frustraciones>> (Gracias por el fuego. RBA Editores. Barcelona, 1993. Págs., 169-170).

     Antes (refiriéndome a la simbiosis entre autor y personaje) he dicho: <<Habría, ahí, una fusión>>. Ahora, en cambio, digo: Hay, aquí, una escisión; escisión entre el compromiso social y político de Mario y la falta del mismo que atesora Ramón Budiño (protagonista de la novela mentada). Pero regresaré a lo anterior: mucha consonancia hay, me parece, entre Budiño y Benedetti; quizá no tanto en lo relativo al compromiso social; pero sí en lo concerniente a la sensibilidad personal y a esa bondad de fondo que tanto rubricaba cada palabra y cada gesto del de Paso de los Toros (Uruguay). Muy por encima, esto último, de lo primero.

     Las palabras de Budiño son las de un suicida. Tema éste, el suicidio, abordado por Benedetti en Gracias por el fuego; marginalmente abordado. O, a lo mejor, no tanto. Porque tal es el destino definitivo del personaje Ramón Budiño. A veces, el colofón de una vida fotografía esa misma vida en todo su despliegue de apogeo, jolgorio y caída. El suicida tiene razones que el vitalista no entiende. Esto, es claro, suponiendo que un suicida tenga vetada la magnánima posibilidad de ser vitalista (no está probado).

     Había olvidado cómo escribía Mario Benedetti. Ahora ya lo recuerdo. Ahora, mal que bien, repasaré ex professo el libro de estilo <<benedettiano>> para que la desmemoria no vuelva a aniquilar las cátedras del maestro.

viernes, 23 de mayo de 2025

477/ Sempiterna reminiscencia

Hoy, no por casualidad sino por continuidad (releo Idilios, de JRJ, poemario en que las composiciones se suceden unas a otras respetando un inamovible orden; por qué será), me he topado con estos versos:


     No te he tenido más en mí,

     que el río tiene al árbol de la orilla;

     yo, pasando, me estaba siempre en tu alma;

     tú, estando en mi alma siempre, nunca te venías…

     Bastaba un cielo vago, un pobre viento,

     para que desaparecieras de mi vida.


     Mejor diré: he vuelto a toparme con… <<La Chica de la Perla>>. Con sus ojos marinos. Con su cabello de sol. Con su piel de luna. Con su olor a hembra joven… Pero no iré por ahí… Quiero, más deseo, dejar constancia ahora y aquí del valor de anclaje (psíquico) que posee la poesía; sobre todo, la de carácter erótico y amoroso. Bastan dos versos, ¡sólo dos versos!, para que en nuestra mente (¡en la mía!) se desate toda una cascada de recuerdos. Recuerdos que no tienen porqué sustentarse en lo erótico (en lo amoroso) sino que, por el contrario, cabrían en lo superficial o epidérmico. Quiere decirse: el lector (un servidor de casi nadie. ¡Yo!) se ve a sí mismo leyendo los versos que acaba de leer ahora, veinte años atrás. Ve, además, el espacio copado por la tarea de leerlos. Y la luz blanquecina de la tarde tornasolada en que los leyó. Y el presentir de los pájaros que, más allá de la ventana de su cuarto, gritan desesperados por la venida de la primavera… Sí, el lector (¡yo!; un servidor, ya, de nadie) los leyó en primavera… Y todo ello, como digo, tras toparse con los dos primeros versos: <<No te he tenido más en mí,/ que el río tiene al árbol de la orilla>>.

     <<La chica de la perla>> no tuvo al lector (¡a mí!) más en sí que <<el río tiene al árbol de la orilla>>. Esto es un hecho. Pero el lector (¡yo!) tampoco la tuvo a ella, es más: el <<viento pobre>> de la incomprensión y el <<cielo vago>> de la depresión anímica impidieron que la fusión de almas se produjera. Esto es, por malaventura, otro hecho. Mejor no meneallo.

     Siempre <<La chica de la perla>> estará, sin embargo, en el espíritu memorístico del lector (¡en el mío!). Y esto, otro hecho incontrovertible, basta para singlar el mar del amor frustrado leyendo a JRJ como si no hubiese un mañana. Se llama (lo dije antes) <<anclaje psíquico>> de la poesía. Y debemos aprender, todos, a convivir con ello. No es, ¡voto a bríos (ay)!, fácil. 

martes, 6 de mayo de 2025

476/ Papel de empaque

Oscar Wilde parió una obra maestra de la literatura universal: El retrato de Dorian Gray. Y lo hizo (parirla) en sintonía con el <<Aburrimiento>>. Sí, he dicho: <<Aburrimiento>> (así, en mayúscula). Un poco lo que sostuve a colación de las Marinas de ensueño, de Juan Ramón Jiménez, en el post que precede a este (nº 274). Ahora, afinando más la idea, diré: ¡<<divino>> aburrimiento (así, en minúscula)! La <<belleza>> acaba imponiéndose al tedio. Ella lo abraza. Yo esto lo juzgo proverbial. Fabricar una pieza bella y tediosa a la vez está al alcance de muy pocos. Legión son, por el contrario, quienes idean piezas amenas pero feas. Suelen, éstos, nadar en oro (un oro, el literario, cuyos quilates desdoran las épocas…). Wilde, menos hombre de su tiempo que socarrón, supo muy bien lo que se hacía: acudir al barroquismo (quizá al Manierismo) para dar empaque a una obra que, de otra manera, habría pasado desapercibida… Un fiasco. Un bodrio. Una confitura verbal…; pero no. El autor supo (más mamó) del efecto colateral de la belleza en una historia, per se, insulsa: la de un joven aristocrático que da rienda suelta a su vanidad (a su narcisismo) hasta el extremo de cruzar la linea roja de la legalidad penal (se convierte en autor de un crimen) y espiritual (firma, por decirlo así, un pacto con el Diablo). Un narciso envalentonado, tal vez, por mediación del mismísimo Belcebú (o su adlátere: Lord Henry); también, inhibido por un ángel poco o nada secundado por los otros en sus ideas y actos (el autor del retrato maldito: Basilio Hallward). El típico tópico juego de contrarios. 

     Oscar Wilde, insigne escritor, configuró una historia insulsa (se ha apuntado) envuelta en papel de empaque cuyos brillos y textura invitan a no desgarrarlo con la finalidad de ver lo que éste envuelve: el regalo tremendo. Y el regalo tremendo, a mi juicio, es la siguiente liza: Hedonismo vs. Estoicismo. O, tanto monta: Placer vs. Moral al uso. El regalo tremendo queda oculto por un envoltorio verborreico tan bello como insustancial. Ése, y no otro, ha sido el mayor escollo con que ha topado este lector que no sirve a (casi) nadie y cuyo espíritu barroco aspira al minimalismo conceptual (sé que parece contradictorio. Pero tal como decía el sabio del barrio de Salamanca, para el mundo de la literatura, Dragó: <<Me arrogo el sacrosanto derecho a contradecirme>>; o algo así). Un caos. Un contrasentido. Un disparate. Y luego está, diseminado por toda la novela, ese clasismo insufrible para el lector actual. Un clasismo fundamentado en la sensibilidad (¡tócate las gónadas!), en la erudición, en la herencia. Bien mirado, hoy sigue aconteciendo así, lo que no es óbice para denostarlo con ferocidad. Pero… <<¡Literatura es forma!>>. Correcto. Aunque a veces la forma de que se trate drene más que conquiste la sensibilidad y el espíritu del <<pobrecito lector>>. Y entonces ahí, llegado el fatídico caso, es cuando éste (el lector. Quién si no…) deflagra. ¡Cuando, sin poderlo prever, el lector desiste de todo lo aprendido/sentido/pensado montando en cólera y maldiciendo a cualquier bicho viviente (e inerte) y todo porque se lo llevan sin un alarde de fuerza los mismísimos diablos!…

     El narrador (¿Oscar Wilde?) de El retrato… es un aburrido, soporífero, cargante y molestoso espécimen; aparte, es claro, de genial. Pero subrayar esto último, archisabido por todos, no es sino una vulgaridad… 

     

     (Risas).                       

lunes, 28 de abril de 2025

475/ Solitario solidario

<<Muerte>> y <<belleza>>, en pleno Romanticismo, iban de la mano. El Modernismo aunó ambos términos (ambas realidades). Un ejemplo claro de esto puede verse en los poemas de Juan Ramón dedicados a su sobrina María Pepa, <<Muerta en la Tierra>> y <<viva (…) en el cielo de Moguer>>, encastillados en Historias (edición de Rocío Fernández Berrocal). Ahí, como digo, puede comprobar el lector cómo belleza y muerte (o simplemente la muerte hermoseada por el lirismo juanramoniano. O bien la belleza moribunda, porque nunca ella muere…) crean entre sí una sinergia difícil de explicar para neófitos poéticos. Basta echar un vistazo al poema siguiente (nota: no hago la corte al poeta, movido por el uso de <<j>> donde debe ir <<g>>, y nunca se la haré):


          Yo la tuve cogida por la mano,

     mucho tiempo después de haberse muerto,

     por si podía (yo)

     ayudarla a pasar por el misterio.


          Después, hubo un instante

     en que sentí pararse algo, dentro

     de no sé qué –¿de ella, de mí?–;

     y le dejé su mano

     sobre su pecho,

     ya en el lugar seguro toda

     la levedad del vivo jazminero.


     Juzgo el término que cierra el poema (<<jazminero>>) magistral; el adjetivo que le precede, fenomenal. María Pepa resucita en el poeta, que muere en ella, en olor de jazmín…

     Juan Ramón Jiménez, más puro que nunca, sumido en la pura tristeza. Pero no cualquier tristeza. Más una esperanzada: la de ayudar a María Pepa a pasar por el <<misterio>>. ¿Cabe mayor solidaridad? La respuesta, sencillamente, es: <<No>>.

martes, 8 de abril de 2025

474/ "Marinas de ensueño"

Confesaré algo: la re-lectura de un libro no es (por decirlo así) plato de <<ordinario>> gusto para mí. No es lo acostumbrado. La re-lectura de un libro de poemas, diré ahora,  deja un regusto agradable en mi paladar lector. La re-lectura de una novela, desde luego, se le vuelve acibarada a éste. Pero iré sin dilación al caso que nos ocupa: un poemario sustancioso de Juan Ramón Jiménez; su título: Historias; fecha de primera lectura: año 18. En el 25 lo releo, sí, con verdadero gusto; pretexto: la excepcional musicalidad de los versos juanramonianos, muchos de ellos pertenecientes a la primera época del poeta (la <<sensitiva>>). Un concierto sinfónico, por ejemplo, lo hallamos en la sección <<Otras marinas de ensueño>>. Ahí podrá comprobarse lo que mal que bien sostengo en este improvisado post. 

     Botón de muestra:


     Al fondo de la calle de lluvia, sola y pobre,

     como un jardín se inflama un ocaso vehemente;

     los muros son astrosos, los cristales, de cobre;

     se dijera que todo se va a acabar, que el poniente

     es un fin verdadero…


     Huele a brea y a lama,

     casi en seco, los pobres barcos están doblados…

     Un arroyo de sangre parece que derrama

     todavía no sé qué ríos agotados…


     ¿A dónde ir? ¿En dónde estar? ¿Hay alegría

     en parte alguna? ¿Es verdad que hay aurora?

     Todo el color del mundo es esta marina de ele(j)ía,

     la risa, esta agua sucia y sangrienta que llora…


    

     Otro botón de muestra, esta vez, alegre: 


     ¡Oh, tarde clara, pura, suave, melodiosa!

     En los cristales se refleja la marina…

     todo es de un oro suave, de un melodioso rosa…

     Se dijera de agua la brisa vespertina…


     El aire trae y lleva la alegría del puerto…

     todo es tranquilo: el trabajo, la risa, la sirena…

     El mismo hogar alegre, de par en par abierto,

     parece que se va, por una mar serena…


     Como sin fuera absurda la nostal(j)ia se olvida

     está aquí lo solado, lo cierto, lo bendito…

     qué gracia de colores, está nueva la vida…

     en el ocaso má(j)ico se muestra lo infinito…

   


     Siete años, como siete días, han transcurrido entre la primera lectura y la no menos primera re-lectura de Historias. Siete <<diminutas enormidades>>. Siete abismos líricos sin lírica (por decirlo al modo jeroglífico). No hay jeroglífico que valga: cada vez está menos presente la lírica entre nuestros líricos. Esto, paciente lector, es todo lo que hay. 

     Hoy el ojo y el oído (los míos) tejen su red de significados abstractos de manera más eficiente que siete primaveras antes. La melancolía ha sido, por fin, trascendida; como la nostalgia. Ergo: la lectura sosegada, sensitiva (auditiva y visual), ha acabado imponiéndose definitivamente a esa otra lectura racional que echaba humo cada vez que mis ojos se topaban con una de estas <<marinas de ensueño>>… Y qué belleza, y qué aburrimiento, y qué fantástico aburrimiento… Leyendo estas marinas se aburre uno con delicadeza: la única manera legitima, me parece, de aburrirse el lector. Y que nadie confunda delicado aburrimiento con bajeza o mediocridad artísticas. ¡Nada que ver! Juan Ramón Jiménez es (fue. Será) el mejor poeta de la historia de la literatura de todos los tiempos. Repito: ¡De todos los tiempos! É, incontestablemente, cosí.              

miércoles, 2 de abril de 2025

473/ Sólo Moguer...

La última entrega en forma de aliento poético que hizo a la humanidad Juan Ramón Jiménez fue Moguer. Moguer: librito de versos y prosas, no pueblo, no patria chica del poeta; pero, también, Moguer patria chica del poeta y pueblo y todo lo imaginable del corazón del hombre. Un libro que es pueblo que, a su vez, es libro. ¡Cuántas horas y días y semanas y meses y años no pasaría yo en Moguer pueblo…! Valga la especificación: cuatro ensoñados años. Más concretamente: los de la Secundaria y el Bachillerato. Cuatro ensoñados años de compañerismo puro y de amistad enseñoreada de la alegría individual y, por supuesto, de conjunto. Como el poeta, cuando me asomaba a la azotea de mi piso de San Juan del Puerto, veía lo que él veía cuando a la suya se encaramaba. Escribe el Nobel: <<Veía por encima de las casas de enfrente la Rábida embozada en pinares verdeoscuros y el mar espadeando entre ellos; Huelva con sus cabezos granas, sus vapores y sus muelles negros; los montes suaves, perlas, de la sierra de Aracena, lejos, por encima de las marismas inmensas; San Juan del Puerto, largo, con su estación del tren entre los eucaliptos; Beas chiquito, Lucena tapado, Bonares después, casi Niebla (…)>> (op.cit. Fundación JRJ. Huelva, 1982. Pág., 196).

     Todos y cada uno de los enclaves mencionados por Juan Ramón en el poema en prosa titulado Granadilla, tú… tuve yo el buen tino de pisar con mis pies de plomo. Repito: todos. Con mis pies de plomo de adolescente casi onubense e inigualable y pleno de sol de abril de Sevilla la llana. Remembranzas, sí… Memoria de un adolescente soñador y enamoradizo, como lo fue el poeta, respirador absoluto de un aire oloroso a marisma y a celulosa acentuadas… Y el azahar al fondo, a unos ochenta o noventa kilómetros de allí, donde se erige Sevilla embellecida (esplendorosa).

     Compartí con Juan Ramón atmósfera espiritual, sensual, quinceañera y resplandeciente. Él recaló, luego, en Hispalis (como yo. Apostillaré, ahora, algo: yo salí <<de>> y recalé <<en>> Hispalis. Aquí acaban nuestros paralelismos). Más tarde, el poeta arribó a Madrid, ciudad literaria entre las ciudades literarias; sólo Buenos Aires se le arrima un ápice. A veces pienso que Juan Ramón escribió todos sus versos para que los leyese un servidor de (casi) nadie; y, esto, sólo. Tal es la fusión <<mágica>> que experimento con la obra del <<Andaluz Universal>>. Me ocurre lo mismo con Federico y la suya (su obra); no así con Rafael y la suya (más marinero, éste, que hortelano); Miguel Hernández era, creo, el verdadero hortelano; con todo y que la obra del poeta del Puerto de Santamaría la juzgo sublime. El último en discordia sería Antonio Machado (con él comparto <<recuerdos de un patio de Sevilla...>>. Eso es todo. No es baladí).

     Moguer libro ha supuesto para mí un nuevo (y gozoso) encadenamiento a la obra sin par de Juan Ramón. O, por mejor decir, un recordatorio sentimental y espiritual ha supuesto para mí leer la obrita con alas (pero desprovista de pico torvo) Moguer. Más en esta época del año (<<Abril, sin tu asistencia clara, fuera/ invierno de caídos esplendores…>>) en que visito regularmente el campo por circunstancias que no vienen a cuento. Situarse en pleno campo uno y no representársele mentalmente la lectura juanramoniana de rigor, de hace un rato, resulta poco menos que imposible. Un calorcillo visceral recorre, entonces, el fuero interno del lector… Es como si la habitual melancolía juanramoniana fuese subsumida por la no menos habitual, y juanramoniana, belleza. Sólo por esto habrá merecido la pena leer Moguer o cualquier otro título del <<Andaluz Universal>>; ése a quien tanto gustaban las minorías… Reténgase, un momento, bien en la memoria esto: campo, silencio, soledad lírica...


     ¡Moguer!

martes, 25 de marzo de 2025

472/ Maestro, no pupilo con ínfulas de maestro...

Leer a Gilbert Keith Chesterton se me antoja una experiencia desacostumbrada; digo: por excepcional. Yo ya lo sabía, de mentas, pero hasta ahora no me había chapuzado en ese océano de agua verde kriptonita que es la literatura de Gilbert Keith Chesterton. Y hacerlo (chapuzarme en ese agua chestertoniana) se ha constituido en auténtica ufanía: literatura del intelecto; sí, del intelecto. Así Chesterton, así Borges, así Bioy… Así, también, Quevedo y Cortázar (en según qué pasajes); así… 

     Agua verde, kriptonita pura, refrescante para el espíritu y para la inteligencia lectora e inquieta (no inquietante). Permítaseme, ahora, que lance al éter este alarido de júbilo socarrón: <<¡Albricias!>>. Y es que tanta literatura de consumo, como la imperante hoy en los cenáculos mediático-libreros, hastía el alma. Lo peor de todo: con la literatura de <<no>> consumo se fue, además, el librero fidedigno: ese que te aconsejaba desde la erudición y la experiencia y no desde los índices de venta publicados en cualquier patochada de espacio televisivo minado con minas anti-juicio-crítico; o ese que, si no conocía el título solicitado, lo indagaba; o ese que, caso de no conocer la respuesta a una pregunta cualquiera, no sólo indagaba ésta sino que la diseccionaba para ofrecerla (si se daba la oportunidad) a quien la hubiese formulado. Hoy no hay libreros con ese pelaje. ¿Irán, los actuales, a comisión? Lo ignoro. Tampoco hay, hoy, escritores como los de antaño para quienes el ejercicio de la literatura era <<finalmente inútil>> (Borges dixit) pero, a la postre, justificativo de una búsqueda interior no socavada por el dinero ni por la prisa. ¡Todo (¡ay! ¡Dos, tres veces, ay!) se está yendo al garete!

     De Chesterton, autor <<no>> comercial, estoy descifrando (en el más amplio sentido del término) El hombre que fue jueves. Una proeza literaria. Un juguete del intelecto y de la imaginación verbal pura. Un pozo, además, de personal moral que a muchos resonará ideologizado (Juanito Manuel, conjeturo, disentiría de esta apreciación. Cómo se nota el influjo de Chesterton en Juanito Manuel, sobre todo, en determinadas actitudes cerebrales; que no celebradas. Jo. Lástima que Juanito Manuel tomara por la senda del manierismo. Además, las sinrazones que vomita Juanito Manuel no son las que lanzaba al éter Chesterton, ni de lejos… ¡Bah!, por Juanito Manuel; ¡hurra!, por Chesterton).

     Y qué decir de las paradojas… 

     Chesterton, como ejemplo de lo dicho recién y a colación de ello, ha escrito: <<Mi querida Miss Gregory, hay muchas maneras de sinceridad y de insinceridad. Cuando, por ejemplo, da usted las gracias al que le acerca el salero, ¿piensa usted en lo que dice? No. Cuando dice usted que el mundo es redondo, ¿lo piensa usted? Tampoco. No es que deje de ser verdad, pero usted no lo está pensando. A veces, sin embargo, los hombres, como su hermano hace un instante, dicen algo en que realmente están pensando, y entonces lo que dicen puede que sea una media, un tercio, un cuarto y hasta un décimo de verdad; pero el caso es que dicen más de lo que piensan, a fuerza de pensar realmente lo que dicen>> (op.cit. Diario El País. Madrid, 2003. Págs., 16-17).

     Lenguaje y pensamiento, en apariencia, inteligentes. Pensamiento inteligente y estulticia, a todas luces, necesaria; necesaria para sostener el edificio cimentado en los sofismas mas extremados. Esta, y no otra, es la cadena espiritual de Juanito Manuel (huelga aclarar, ¿no es cierto?, que hablo de Juan Manuel de Prada). En fin. Con su pan se lo coma (Juanito Manuel. Quién si no) y que Dios le perdone tanto tanto atrevimiento…

     Nota auto-dispensadora: leer a Chesterton (maestro) y no pensar al mismo tiempo en Juanito Manuel (pupilo con ínfulas de maestro) no puede ser y, además, es imposible.

     Y que entienda quien pueda.  

viernes, 7 de marzo de 2025

471/ El velo de Isis

Yo he postulado siempre el valor de la ambigüedad literaria; también, el de la pluri-significación literaria. Lo he postulado hasta el extremo de rehusar aquellos textos que no hacían acopio de esa premisa o cualidad. Literatura y filosofía debían permanecer próximas la una a la otra. Filosofía, no; mejor diré: metafísica. De ahí el valor del carácter ambiguo y pluri-significativo que refiero aquí y ahora. Yo no me ponía en la siguiente coyuntura: que pueda existir un exceso de ambigüedad (de posibles interpretaciones) en la obra literaria de que se trate. La clave radica en el término: <<exceso>>. Cada escuela literaria interpretará de un modo u otro una novela, un cuento, un poema (¡pero esto es harina de otro costal!). Yo hablo, aquí, del lector particularísimo; no de una u otra escuela. Yo hablo, aquí, del lector inigualable (no hay dos lectores iguales por la sencilla razón de que, todavía, la clonación humana <<no digital>> es una utopía) o tanto monta: aquél que trasciende su época. Quizá esté yendo demasiado lejos ahora; no es ese, en absoluto, mi propósito. Bajaré uno o dos pistones.

     Hablaba yo de la ambigüedad y pluri-significación literarias y de (llegado el caso) un uso excesivo de las mismas. Quien tiene que modularlo (el uso excesivo o no), pensará la inmensa mayoría, es el autor. Y yo digo: Sí y no. Me explicaré un punto: el autor consciente de su obra, sin duda, lo modulará; el inconsciente, no. Y lo más probable es que la mayor parte de autores no sea del todo consciente de la obra que está pergeñando (o que ha pergeñado). Será el crítico, el estudioso de la misma, quien más se aproxime quizá a esa totalidad total. El riesgo, pues, es absoluto. Cabe la posibilidad real de que el autor se extralimite en el uso de la ambigüedad; a veces, incluso, sin conciencia plena de que se está extralimitando. Gajes del oficio de las letras libres.

     Un tipo de autor escapa indemne de ese horror: el documentalista, sesudo, obsesivo y reacio a la imaginación y a la fantasía. Un autor, éste, que camina el camino de la literatura con una brújula en la mano. Ejemplo: Arturo Pérez Reverte. Otro: Rosa Montero. Otro más: Lorenzo Silva. No digo que estos autores no hagan uso de la ambigüedad y de la pluri-significación literarias en sus obras. Digo: que no suelen hacer un uso excesivo de ellas. Si lo hicieran (un uso excesivo de la ambigüedad y la pluri-significación) sus obras, casi todas novelas comerciales, quedarían en el limbo de las baldas de las estanterías olvidadas de los almacenes olvidados de las librerías lucrativas…

     El caso de Henry James llama vigorosamente la atención. Escribió, éste, uno de los textos más ambiguos (o sujetos a múltiples interpretaciones. Sí: múltiples…) de la literatura moderna: Otra vuelta de tuerca. Mi tesis es: para escribir algo así hay que ser depositario de una imaginación calenturienta en tanto se recorre el <<sendero bifurcado>> de la literatura sin una brújula en la mano. Luego, a posteriori, llegarán las correcciones… No diré yo lo contrario… Pero, a priori, comandan el cotarro escritural la imaginación y un sexto sentido que nada (o muy poco) tiene que ver con el menos común de los sentidos. Silva, Montero y Reverte acaparan demasiado sentido común en sus obras. Aburren. 

     James, como escritor, fue desemejante al resto. En Otra vuelta de tuerca puede leerse: <<El momento se prolongó tanto que se hubiera necesitado muy poco más para que yo empezara a dudar de si “estaba” viva>>. Además de: <<(…) Sentí un extraordinario estremecimiento ante la sensación de que era yo la intrusa>>. Y más adelante: <<Seguimos en silencio mientras la doncella estaba con nosotros, tan en silencio, se me ocurrió caprichosamente, como el de una pareja joven que, en su viaje de novios, en el hotel, se siente cohibidos en presencia del camarero>>; o: <<Habló con una alegría a través de la cual pude captar el más exquisito estremecimiento de pasión resentida>>; o: <<Hacerlo de cualquier forma era un acto de violencia, porque, ¿qué otra cosa podía ser sino imponer por la fuerza la idea de torpeza y de culpa en una pequeña criatura indefensa que había sido para mí una revelación de las posibilidades de una hermosa amistad?>>. 

     Los cinco parlamentos arriba copiados los ejecuta la narradora protagonista, una institutriz, y se desarrollan en el contexto de su labor como institutriz. <<Dudar de si “estaba” viva>>, <<La sensación de que era yo la intrusa>>, <<Pareja joven>>, <<Pasión resentida>>, <<Hermosa amistad>>… Todo esto da que pensar. Y mucho.

     Escama (bastante) que Borges sólo entreviese tres posibles interpretaciones de Otra vuelta de tuerca: <<The Turn of the Screw (Otra vuelta de tuerca), es deliberadamente ambiguo y está lleno de horror sutil; ha suscitado tres interpretaciones, todas justificadas por el texto>> (Introducción a la literatura norteamericana. Alianza Editorial. Madrid, 1999. Pág., 77). Las tres, sin duda, mejores posibles interpretaciones. Con esto último, paciente lector, me avendré.

     The End.

lunes, 3 de marzo de 2025

470/ "Cómico de la lengua"

Hay, in onore della verità, viajes improductivos. Hay viajes soñados (mejor: ideales). Hay viajes, impertinentes, que uno no desearía emprender nunca. Pero hay <<un>> viaje sobre el cual han corrido ríos de tinta sin saber el escritor de turno cuáles son sus hitos primordiales; un viaje insustancial (o todo lo contrario) a cuyo término, cuando el viajero rinde por fin itinerario, resulta imposible la vuelta. Puede, éste, conformar la muerte (quién no lo ha pensado alguna vez). Puede, éste, conformar la demencia; ya que <<todo se olvida>>... Pero puede, el viaje de marras, conformar el fracaso y su corolario natural: la frustración. Frustración tras la lucha, tras el esfuerzo por la supervivencia, que acaba cediendo paso al frío (un frío emocional) y al hambre (un hambre no refractaria de la fantasía). Pues bien: si todo esto lo envolviésemos tal un regalo en el papel iridiscente de la comedia (con sus reflejos de tornasol al sol y son de la alegría de la literatura en desgarro cómico) obtendríamos: El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán Gómez, y ya entonces nuestra percepción del teatro habrá mudado de piel para siempre.

     El teatro es arte (arte sublime); pero el teatro es medio de <<no>> subsistencia. Lo es para algunos desafortunados; sólo algunos... ¡No, hombre, no! Para la inmensa mayoría lo es. Y Fernando Fernán Gómez, que bien lo sabía porque lo sabía bien, quiso dejar constancia de ello (el año 1985) con la novela mentada. Y lo hizo como lo haría un <<cómico de la lengua>> (expresión dos veces consignada en el texto de que tratamos aquí; más concretamente: en el CAP 3 y en el CAP 15): con morfosintaxis y cosmovisión rebosantes de gracejo.    

     Nadie crea hallar en estas páginas dolor, sufrimiento, agonía… No, no… O no sólo… Porque todo ello (lo hay, lo hay, aunque sin un dramatismo exacerbado) el lector lo hallará envuelto en humor del bueno (con una o dos discordancias: el acoso y abuso sexual y el machismo de época; ambos con la brida suelta), de cómicos ambulantes, de gentes de <<malvivir>> que por encima de todo idolatran (o mejor: adoran) su vocación: el teatro. Otro tema, éste, importante en el texto objeto de nuestro apunte: <<La vocación>> (Agostina Lute dixit). 

     Carlos Galván (al comienzo del segundo acto, perdón, capítulo…): <<Las vocaciones se despiertan viendo trabajar a los otros>>. Vocación por el teatro, el cual tendrá que vérselas con el cine, la radio y el fútbol y todo eso en la España escuálida de posguerra. ¡Despiadado trámite! Carlos Galván (en otro pasaje de la obra, perdón, de la novela): <<Lo peor, aunque hoy todo me produce nostalgia, era la lucha por encontrar trabajo seguido. En cafés, en círculos, en casinos, en almacenes, en patios, en cuadras, donde fuera. Y la lucha contra el peliculero, contra el fútbol, contra la radio. Lucha en la que no podíamos hacer nada, más que trabajar lo mejor que sabíamos, y en las que llevábamos las de perder, porque el público cada día se apartaba más>>. 

     El humor lo maquilla todo (o mejor: todo queda realzado por el humor). Humor que se posiciona por encima del drama siempre (o por debajo. Depende…). En todo caso es, el humor, primordial y no accesorio. 

     Botón de muestra dialogado (parlamentan Carlos Galván y su hijo Carlitos a quien él llama <<el zangolotino>> y cuyo acento es gallego):

     <<–¿De dónde vienes, hijo?

     –Ya lo sabes, de hablar con el abuelo.

     –¿Le has planteado tu idea?

     –Sí, claro.

     –¿Y qué te ha contestado?

     –Me ha dado un tantarantán que por poco me caigo por la ventana al patio.

     –Pero ¿qué ha ocurrido? ¿No se lo has explicado bien?

     –Sí. Igual que a ti.

     –¿Y no te ha comprendido?

     –Sí, yo creo que sí, que me ha comprendido muy bien, y por eso me ha dado el tantarantán.

     –Debe ser que está anticuado.

     –Eso me parece a mí>>.

     El paroxismo de la gracia, me parece, radica en el <<tantarantán>> que menciona Carlitos. Término éste que también utiliza el mamarracho de Cela en su mamarrachada superlativa: <<Viaje a la Alcarria>>. El efecto cómico en Cela no es tan pujante…

     Sólo un referente más que añadir a todo lo hasta aquí aireado: el carácter sicalíptico de algunos pasajes del texto. La psicalipsis hace de las suyas normalmente enfocada en uno de los personajes más conseguidos: Rosita del Valle (prima de Carlos Galván y tía del zangolotino a quien Carlos embauca para que se camele a Carlitos con el propósito único de que lo retenga en la compañía de cómicos y no decida éste desertar de la misma sin más. Más adelante será el propio Carlos Galván quien quede prendado de sus encantos mujeriles y hasta tendrá ocasión de experimentarlo en carne propia… O no. Apostilla: haría bien el lector incauto en no creer todo lo que le dice el narrador en primera persona. El que avisa…). 

     Otto botón de muestra, de nuevo, dialogado (parlamentan el zangolotino y Rosita del Valle. Principia el diálogo el zangolotino):

     <<–¡Ay, perdona! Perdona que te haya tropezado. No sabía que estabas tan cerca.

     –No te preocupes, hombre. Es natural que me tropieces. Estamos a oscuras.

     –¡Ya la tengo!

     –Enciende.

     (…)

     –Es que no luce.

     –Pero ¿le has dado?

     –Sí, pero debe de estar fundida.

     –O se habrá aflojado. Voy a ver.

     –¿A tientas? (…)

     –Claro, a tientas. Acércame tú una silla, también a tientas.

     (…)

     –¡Ay, perdona!

     –Hijo, ni que lo hicieras adrede. En cuanto te mueves, me tropiezas.

     –Como está oscuro…

     –Anda, pon aquí la silla.

     (…)

     –Sujétame, que voy a subir… ¡Pero sujétame a mí, no a la silla!

     –Bueno, bueno. Pero ¿por dónde te sujeto? ¿Por aquí? ¿Te sujeto por aquí?

     (…)>>. 

     Novela, en su máxima expresión (y extensión), dialogada; vamos: teatral. Novela (casi) teatro. Teatro (diríamos…) casi novela. Una delicia para el paladar del lector literario no demasiado escrupuloso, eso sí, con la moral de época. Obra maestra de la literatura de humor (o tanto monta: del humor literario). Léanla del derecho o del revés. Da radicalmente lo mismo. Cambiará, per saecula saeculorum, su perspectiva de la literatura y de otras ignominiosas entelequias.