martes, 11 de noviembre de 2025

495/ Con base en el retruécano

Algo hay en la literatura de Aira que desconcierta y fascina a la vez. Yo lo he comprobado muchas veces; hasta hoy no me había cerciorado al cien por cien de ello. Es infalible. Es inefable. Yo no sé cómo analizarlo sin caer en la incoherencia. Uno lee (uno empieza a leer) un texto de Aira, el que sea, y al tiempo que despotrica contra el autor goza la lectura y ahí ya no puede dejar de leer. ¡Asombroso! Porque Aira encabrita. Pero de igual forma impide que el lector se duerma en los laureles de la superficialidad y la nimiedad literarias (espoleando su pensamiento; llevando al límite su imaginación) tan presentes en esta época en que nos ha tocado leer. Uno lee (uno empieza a leer) a Aira y piensa: <<Cierro el libro, y a otra cosa>>. Pero, en esas, uno ya sabe que cerrará el libro para volverlo a abrir más adelante y no, en modo alguno, para no volverlo a abrir nunca más. 

     Recientemente me ha ocurrido lo arriba referido con Varamo (Anagrama, 2002). No sé cuántas veces me he enfrentado a la novela (me niego a decir: la <<novelita>>. Los artefactos, los <<juguetes para adultos>>, de César Aira son tan lúdicos y exponentes de una profundidad tan insondable que juzgo poco menos que sacrílego aplicarles un diminutivo como santo o seña de identidad. ¿Desde cuándo la identidad pasa por la cantidad?); quizá tres, cuatro veces, vayan ya.

     Lo cierto es que he vuelto a descifrar Varamo y, de nuevo, ha emergido en mí el enojo original y la subsiguiente fascinación. No se trata (hay que apuntarlo) de enojo derivado de la estética. No. Se trata, más bien, de enojo derivado del intelecto: qué está queriéndome decir Aira en este o en aquel pasaje de más allá… La fascinación <<no requiere mayor elucidación>> (Borges dixit. Y perdón por la rima): el lenguaje, aparentemente convencional, no lo es tanto; más lenguaje pluri-significativo es, el cual conduce a niveles de pensamiento a la vez juguetón y científico alejados (esos niveles) de lo que uno puede llegar a suponer a priori. Un a priori muy a priori. Porque uno, leyendo a Aira sucesivas veces, saca punta al intelecto; intelecto, de ordinario, dormido en los laureles del Realismo.

     César Aira ha escrito: <<Su posición era peculiar, y especialmente incómoda. Como cualquier otro improvisador, podía hacer cualquier cosa, realmente cualquiera, pero a diferencia de cualquier otro él había tenido un punto de partida, bajo la forma de una intención secreta (…) Su intención no era improvisar: al revés, improvisar era lo que debía hacer para realizar su intención. Aún así, también tenía que tener la intención de improvisar, porque todo lo que se hace, aún lo accesorio, se hace con una intención. Pero el secreto de su intención anterior contaminaba necesariamente ésta, y entonces debía ocultar que improvisaba, cosa que, dada la falta de tiempo, equivalía a improvisar que ocultaba>> (op.cit., págs., 59-60).

     Si lo arriba copiado no es un retruécano o una paradoja (o como quiera llamársele) en toda regla, pero fascinante…, que venga Buda y lo vea. 

     Y así, paciente lector, la obra toda de Aira.

lunes, 3 de noviembre de 2025

494/ ¿Transgresión u observancia?

Yo sigo, erre que erre, con el escabroso tema del incesto. Cae, ahora, en mis manos Bélver Yin (Jesús Ferrero, 1981; BIBLIOTEX, S. L., 2001). La primera vez que topé este tema en una obra de ficción fue el año 2016. El libro que me lo arrojó en la faz fue Los confines (Andrés Trapiello). Luego, vino el de Cela: Mrs. Caldwell habla con su hijo, 2025. Tres novelas, pues, que desarrollan (cada una a su modo) el mentado escabroso tema. Antes he dicho: <<Cae, ahora, en mis manos Bélver Yin>>. No. La novela de Jesús Ferrero aguardaba pacientemente en una balda de mi librería a que yo, por fin, la redescubriese (si por <<descubrir>>, pero no <<redescubrir>>, entendemos lo que sigue: hacerse uno con el libro de que se trate y poco más; o sí...: leerlo. Lo primero, hay que decirlo, ocurrió yo no sé cómo ni dónde ni cuándo).

     La prosa de Jesús Ferrero se me antoja ágil. Una escritura dinámica, comprimida (dice mucho con pocas palabras), la sostiene omnímodamente. ¿A qué emplear cientos de páginas para airear una idea que, fácilmente, pede ser expresada en unas pocas líneas? (algo así dejó escrito Borges; y tenía razón). Hay cada barroco por ahí suelto (¿verdad?, Juanito Manuel)…

     Quizá de los tres casos de incesto ficticio más arriba mentados el menos venéreo sea el ventilado en Bélver Yin. Conlleva, este, incertidumbre; el lector nunca sabe, a ciencia cierta, si se produce o no la <<Caída Final>>. 

     Botón de muestra:

     <<–Ven– dijo ella atrayéndolo hacia sí–, hoy te dejaré dormir a mi lado, pero sólo si me prometes que no iremos más lejos de lo que las leyes prescriben en nuestro caso.

     –Seré cándido– dijo él–; seré, si así lo quieres, desdeñoso con tu piel y me acostaré contigo como si me acostase solo. No te oiré, no te veré: seré un témpano. 

     –Tan exageradamente frío no te quiero– susurró Nitya, asiéndose a su hermano con prudencia.

     Estaba anocheciendo, pero ellos no tenían por costumbre encender los candelabros, simplemente dejaban que la noche entrase en su alcoba y los acompañase hasta el alba con toda su oscuridad>> (op. cit., pág., 80).

     Qué pasaría o dejaría de pasar en esa alcoba es, finalmente, algo que el lector tendrá que conjeturar. Hay una petición promisoria. Hay la ejecución de esa petición promisoria. ¿Alguien cree, a pies juntillas, en lo que (literalmente) se dice?

     En otro pasaje de la novela la incertidumbre adquiere forma de certidumbre:

     <<Saberse deseada por un eunuco que la tomaba por un hombre le producía náuseas, mas esa repulsión se confundía a veces con el deseo de poseer enteramente a su hermano. A ratos lo imaginaba bajo su cuerpo, pronunciando su nombre con delectación. ¿Qué le estaba pasando y por qué la escena del jardín había provocado en ella apetencias tan dudosas?>> (op.cit., pág., 142).

     Quizá la clave esté en el adverbio (<<realmente>>).

     Y así, pian pianito, el lector llega, por fin, a ser testigo (¡pero no explicito!) de la <<Caída Final>>. Esto sucede (valga la repetición) al final de la novela; concretamente: en el capítulo veintiuno (al final de este, en el último párrafo). Ahí, se lee:

     <<Se nombraban desde el origen y en ese instante carnal se fundían para siempre sus vidas y sus muertes, su luz y su oscuridad, su eterno retornar al corazón de lo idéntico y al primer alborear de sus puras diferencias: Bélver Yin, Nitya Yang>>.

     En el párrafo arriba copiado, por más decir, queda descrito el carácter simbólico de la novela. Yo no entraré en ese jardín de rosas con espinas como garfios…

     Yo no sé si los temas literarios responden a deseos inhibidos del autor. Yo sí sé que resulta del todo irremediable que lo más transgresor y oscuro del ser humano emerja a modo de potencia imparable a la conciencia de aquel. Deviene sano y recomendable que así suceda. De lo contrario, la sustancia oscura y transgresora se enquistaría en el fuero interno del autor, pudiéndole provocar (no es descabellado pensarlo…) la muerte por abultamiento. Una implosión terrible. No conviene subvalorar el inconsciente. Él es nuestra Otra Parte (malicio que Coelho no estaría muy de acuerdo con esta apreciación; pero en fin. Risas); una Otra Parte, eso sí, insidiosa y mezquina; tanto que, a veces, vuelve majara al más cuerdo.             

lunes, 20 de octubre de 2025

493/ Don Camilo José (sin don) Cela Trulock

Cela adolecía de personalidad con rasgos psicopáticos. Es sabido. Es sabido, de igual modo, que a lo largo y ancho de su obra literaria dio cabida a escenas o ideas con resonancias pedófilas. Cela no juzgaba estas ideas o escenas desde un prisma ético. Al contrario: las presentaba desde el plano de la lucidez; es decir: como una muestra de lo enferma que está la sociedad y de cómo él tiene los arrestos suficientes para denunciarlo. Nunca escribió (nunca dijo) Cela ni una sola palabra a que poder agarrarse el observador externo (el escuchante. ¡El lector, vaya!) para adjudicarle el sambenito de esto o de aquello de más allá. Pregunto: ¿Basta, lo hasta aquí apuntado, para exonerar a Cela? Accedemos, así, a lo que algunos denominan: <<Los límites de la ficción>>. ¿Debe tenerlos (esos límites) un cuento, una novela, una obra de teatro, un poema? Yo digo que no.

     Y digo más: hora va siendo de separar el autor de su obra, la persona del personaje, el rostro de pellejo y hueso de la máscara de fieltro y gomaespuma. Vale: esto resulta válido para cualquier escritor menos para Cela. ¡Oh! Y eso, ¿por qué? Porque don Camilo José (sin don) Cela Trulock se desvivió en los platós de televisión y en una que otra tribuna de opinión (perdón por las sucesivas rimas) por dar carta de naturaleza a la idea que en el caletre de algunos lectores (el mío, por ejemplo) queda, y que reza: <<Don Camilo José (sin don) Cela Trulock se fusionaba con sus narradores (no con todos) y también con sus personajes (no sé si con todos)>>. En esa supuesta fusión radicaría el mal de Cela.

     Cela daba cancha (mucha, muchísima, todo el rato) al narcisismo y, de vez en cuando, a la pedofilia en el plano de la ficción. Esto que digo lo he sostenido, creo, en otro post a colación de Viaje a la Alcarria. Ha llegado el momento de ejemplificar otro hito psicopático de Cela (el incesto. Sí, lector paciente, has leído bien: ¡El incesto!) con algún pasaje de la obra (extraordinaria donde las haya. Refiero, aquí, la obra literaria vista en conjunto) del gallego tóxico; más concretamente: de Mrs. Caldwell habla con su hijo (RBA Editores, S.A., Barcelona, 1994). 

     Y, pues…

     Pasaje uno: <<En nuestra vieja Inglaterra, las madres no tienen una manera determinada y prevista de amar a sus hijos varones. En esto, como en otras muchas cosas, existe una gran libertad>> (op.cit., pág., 57).

     Pasaje dos: <<En los tiempos de la navegación a vela, la mar semejaba una alcoba en la que, ¡qué pena haber nacido a destiempo!, tú y yo nos hubiéramos encontrado>> (op.cit., pág., 65).

    Pasaje tres: <<Quisiera ser sucio pulpo del abismo, hijo mío, para poder abrazarte, para poder decirte al oído: ahora ya no te podrás escapar jamás (…).

     <<Y también quisiera, ¡qué vana pretensión!, ser sirena del acantilado, hijo mío, para poder recitarte a Homero o, al menos, para poder gustarte un poco>> (op.cit., pág., 67).

     Pasaje cuatro: <<Sobre las arenas del desierto, Eliacim, te hubiera amado con descoco, con valentía, como no me atreví a amarte en nuestra ciudad, más por miedo, tenlo por seguro, a las paredes que nos cobijaban y al aire que respirábamos, que a las gentes que pudieran mirarnos e incluso fotografiarnos para nuestro vilipendio y orgullo>> (op.cit., pág., 122).

     Pasaje cinco: <<Si pudiésemos conseguir, Eliacim, que los pájaros, cuando tu corazón fuera a echarse a volar como un pájaro, se nutriesen de tu propio corazón, cortándole las alas a picotazos y triturándolo como a una tierna fruta, podríamos sentirnos, hijo mío, más firmes y duraderos, más pétreos e inconmovibles en nuestras propias y débiles convicciones>> (op. cit., págs., 132-133).

     Pasaje seis: <<(…) los más tierno e inaprensibles objetos (…) [:] una campesina malaya (…), un mendigo cansado de caminar, un cisne>> (op.cit., pág., 138).

    De todo lo anterior se colige: que Cela hallaba un gusto especial, literario (repito: literario; no sé si, también, personal), por la maldad (así, a secas); que el niño y el adolescente, para él, poseía un poder de atracción erótico-literaria (repito: erótico-literaria) no exento de ser expuesto literalmente con yo no sé qué intención estética o de otra índole; que la empatía, quizá (repito: quizá), le era del todo ajena…

     Un libro, Mrs. Caldwell habla con su hijo, de bajo vuelo, como lo fuera Viaje a la Alcarria, quizá los dos peores del autor. Dos bazofias literarias, dos libelos realmente malos, especialmente el primero. Yo me agencio la opinión, respecto a este libro, de Juan Luis Alborg: <<Mrs. Caldwell… no es una novela ni es nada, más allá de un galimatías incomprensible>>. La cita (cito de memoria) no es literal.

     Al mejor escribano, sí, se le escapan muchos (repito: muchos) borrones. Ay.

jueves, 9 de octubre de 2025

492/ Presagios y cegueras

A Agostina Lute, 

ser de luz.


Borges dejó escrito cinco presagios en el libro El tamaño de mi esperanza (1926). Lorca hizo lo propio, pero dejando uno sólo (¡y qué uno, ay!), en el libro Poeta en Nueva York (1930). El de Lorca se encastilla en una de las mejores composiciones de la obra mentada, y es:


     FÁBULA Y RUEDA DE LOS TRES AMIGOS


     Cuando se hundieron las formas puras
     bajo el cri cri de las margaritas,
     comprendí que me habían asesinado.
     Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias,
     abrieron los toneles y los armarios,
     destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro.
     Ya no me encontraron.
     ¿No me encontraron?
     No. No me encontraron.
     Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba,
     y que el mar recordó ¡de pronto!
     los nombres de todos sus ahogados.


     ¿No lo encontraron? No, no lo encontraron. Y no, en el Barranco de Víznar no está, ¡no está! Ay.

     Los cinco presagios de Borges son:

     Uno. <<Quiero elogiar enteramente también su prosopopeya al organito, composición que Oyuela considera su mejor página, y que yo juzgo hecha de perfección. [Borges, a continuación, copia unos versos del poema Has vuelto, de Evaristo Carriego]: 


     El ciego te espera

     las más de las noches sentado

     a la puerta. Calla y escucha. Borrosas memorias de cosas lejanas

     evoca en silencio, de cosas

     de cuando sus ojos tenían mañanas,

     de cuando era joven la novia ¡quién sabe!


     [Continúa Borges:] El alma de la estrofa trascrita no está en el renglón final; está en el penúltimo, y sospecho que Carriego la ubicó allí para no ser enfático. En otra composición anterior intitulada El alma del suburbio ya había esquiciado el mismo sujeto, y es hermoso comparar su traza primeriza (cuadro realista hecho de observaciones minúsculas) con la definitiva, grave y enternecida fiesta donde convoca los símbolos predilectos de su arte: la costurerita que dio aquel mal paso, la luna, el ciego>> (op. cit., pág., 23).

     ¡El ciego te espera! Y, en efecto, lo esperaba…

     Dos. <<Un puñadito de gramatiquerías claro está que no basta para engendrar vocablos que alcancen vida de inmortalidad en las mentes. Lo que persigo es despertarle a cada escritor la conciencia de que el idioma apenas si está bosquejado y de que es gloria y deber suyo (nuestro y de todos) el multiplicarlo y variarlo. Toda consciente generación literaria lo ha comprendido así>> (op.cit., pág., 25).

     El vocablo <<borgiano>> enriqueció el diccionario. Más nada que añadir.  

     Tres. <<(…) la sumisa rectitud de un bastón ofreciéndose a nuestros dedos>> (op.cit., pág., 28).

     Pensar, hoy, en la figura de Borges desprovista de un bastón no es hacedero…

     Cuatro. <<El adagio “Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena” ha sido aligerado en “Más sabe el ciego en su casa que el tuerto en la ajena”>> (op.cit., pág., 47).

     Sobran, de nuevo, comentarios.

     Y cinco: <<Y usté Adelina, con esa gracia tutelar que es bien suya, déme el chambergo y el bastón, que me voy>> (op.cit., pág., 52).

     Siguen sobrando, una vez más, comentarios.

     También dejó, ahí, Borges un azar (citando a Oliverio Girondo. Op.cit., pág., 57): <<El cantaor tartamudea una copla que lo desinfla nueve kilos>>. 

     La primera figura de las letras universales tartamudeaba o, como decía él mismo, <<tartajeaba>>.

     Y, como no podía ser de otro modo (tratándose de quien se trata), por el final del libro nos asalta a mano armada la palabra: <<Profecía>>. Lo hace en referencia a la <<epopeya del compadraje>> que podría ser escrita en las décimas que inventó el andaluz Vicente Espinel; sea como sea, ahí queda, reina absoluta del baile, la palabra… ¡profecía!

     Y para rizar el rizo, solo una cosa más: no fue capaz Borges de vislumbrar, de prever, lo que estaba por venir en el ámbito de Buenos Aires: <<Pero Buenos Aires, pese a los dos millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble>> (op.cit., pág., 86).

     Él sería el símbolo.

     Y más adelante: <<La provincia sí está poblada: allí están Santos Vega y el gaucho Cruz y Martín Fierro, posibilidades de dioses. La ciudad sigue a la espera de una poetización>> (op.cit., págs., 86-87). 

     La poetización había corrido a su cargo, el año 1923, con <<Fervor de Buenos Aires>>.

     Pero sí lo fue (capaz de prever, de vislumbrar…) en lo relativo a la literatura:

     <<Este es mi postulado: toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él>> (op.cit., pág., 88).

     Hasta aquí los presagios, el azar y la no previsión de Borges.  

     

     Addenda: Quizá la teoría que reza: <<El escritor deja en su obra un vislumbre de lo que será su vida mañana>> no devenga, en absoluto, descabellada. Quizá el escritor cincele su porvenir como nadie; es decir: a la medida de su imaginería. Quizá (…¿y ojalá?).

miércoles, 1 de octubre de 2025

491/ La correspondencia

La Natura es un templo donde vivos pilares

dejan salir a veces sus confusas palabras...

(Charles Baudelaire: <<Correspondencias>>)


Existe un poema de Octavio Paz con resonancias borgianas en forma y en fondo. En forma: viento, agua y piedra interactúan entre sí, quiéralo o no la tríada (está, a ello, obligada). En fondo: esto lo constata un verso (el decimotercero: <<Uno es otro y es ninguno>>). Borges reveló esta idea recurriendo al término <<hombre>> (<<Un hombre es todos los hombres>>). No parece lo mismo que estableció Paz en el poema aludido (y, de momento, eludido; por poco); sí, algo similar. De ahí (huelga aclararlo) lo de <<resonancias borgianas>>.

     El poema de Paz:


     VIENTO, AGUA, PIEDRA


     El agua horada la piedra

     el viento dispersa el agua,

     la piedra detiene el viento.

     Agua, viento, piedra.


     El viento esculpe la piedra,

     La piedra es copa del agua,

     El agua escapa y es viento.

     Piedra, viento, agua.


     El viento en sus giros canta,

     el agua al andar murmura,

     la piedra inmóvil se calla.

     Viento agua, piedra.


     Uno es otro y es ninguno:

     entre sus nombres vacíos

     pasan y se desvanecen

     agua, piedra, viento.


     Yo quiero poner el foco en el verbo (en los verbos). El agua horada, escapa, anda y murmura. El viento dispersa, esculpe, gira y canta. La piedra detiene el viento, se convierte en copa del agua y, al cabo, calla. Un hilo conductor existe entre las acciones que emprenden los tres elementos. Y es: el punto de fricción habido entre ellos. Se tocan, invariablemente. Se rozan. Se… 

     Es, lector paciente, ¡la correspondencia!  

martes, 23 de septiembre de 2025

490/ Ejercicio escrupuloso

Manuel Rivas era desconocido para mí. Nada de él había leído yo. Nada sobre él, tampoco. Y de buenas a primeras, yo no sé cómo, cae de pie en la pantalla de mi teléfono móvil una muestra de El lápiz del carpintero (Alfaguara, 2024). Hojeo las primeras páginas, concluyo: buena prosa. Sin dejar que el calendario se cuartee demasiado, adquiero un ejemplar de la novela en papel. Leo (ya no hojeo) las primeras páginas. Concluyo: prosa deficiente. ¿Qué ha pasado aquí?

     Ha pasado un tren de mercancías que lo ha arrollado todo: se llama <<Traducción>>. Traducción que, una vez más, acaba con el placer de la lectura de un plumazo. Ojo: no estoy diciendo que la traducción del gallego (legua original de la novela de Rivas) al castellano, efectuada por Dolores Vilavedra, sea deficiente. Nada más lejos de mi intención (ni de mi convencimiento). No. Lo que digo es que una traducción (sea cual sea) acaba arruinando una obra escrita que figura una fiesta de la literatura. El lápiz del carpintero ha sido traducido a no sé cuántos idiomas y recabado no sé cuántos premios. El lápiz del carpintero, en castellano, desmerece; no rayaría a la altura de su homónimo gallego. La sintaxis, en ocasiones, coja; las frases con final precipitado; el ritmo de la prosa, a veces, entrecortado y confuso… Todo ello, es claro, no ayuda. Todo ello desvirtúa la prosa hasta extremos insospechados. 

     Un feliz hallazgo topo en El lápiz…: la figura retórica <<imagen>> o <<metáfora>> o <<símil>>. Manuel Rivas se perfilaría todo un maestro en ese lance retórico. Hay infinidad de ejemplos, a modo de tatuajes, en el cuerpo de la novela. Vayan unos botones de muestra:

     a) El polvo del calendario (pág., 28).

     b) En el Hospital de la Caridad había una humedad tal que a las palabras les salía moho por el aire (pág., 31).

     c) Así que se juntaban en la puerta del baile hasta un ciento de zuecos, como barquichuelas en un arenal (pág., 33).

     d) Los acordeones yacían en los arenales, como cadáveres (pág., 34).

     e) En un mismo párrafo, los palos de las letras altas tenían distinta inclinación, hacia la derecha o la izquierda, como ideogramas de una flota embestida por el viento (pág., 45).

     Etc.

     Se trate de <<imagen>>, de <<metáfora>> o de <<símil>>, es indudable la belleza que estas fórmulas retóricas atesoran y plasman. Más allá de esto, El lápiz… no deja de ser una historia más sobre la guerra (in)civil española del 36. Una más, sí; pero con un tufillo ostensible a ficción de cuento. La tierra de las magas, los trasgos y los gnomos (Galicia. La duda ofende…), desde luego, no merecía menos. La Santa Compaña se deja ver por estas páginas (<<Creo en la Santa Compaña porque la vi. No por tipismo>>. Pág., 31). Alguna reminiscencia <<garciamarquiana>> hay. El pasaje del psiquiátrico (págs., 41-43) da buena cuenta de ello. El cuento de Gabo es el intitulado: Sólo vine a hablar por teléfono (uno de sus Doce cuentos peregrinos). Indáguelo quien lo desee. Algún topicazo sale al encuentro del lector; por ejemplo: <<A mí no me interesa la política, respondió Sousa como en un reflejo instintivo. Me interesa la persona>>. ¡Más falso que un duro de chocolate! Otro: <<Fue el comienzo de una gran amistad>> (pág., 43). Otro (el más sangrante de todos): <<Y cuando entró Marisa Mallo con la comida respondió a su saludo de buenos días con un gruñido y un gesto brusco que significaba deja ahí el cesto que voy a hacer la inspección. Y nada más levantar el paño vio aquel queso del país, envuelto en una hoja de berza. Ahí va la culata, le dijo el visor de la cabeza. Y al día siguiente ella volvió con el cesto y él vio el tambor del revólver dentro de un bizcocho, y dijo con un gesto todo bien, que pase el cesto. Al tercer día él ya sabía que dentro del pan iba el cañón. Y esperó con curiosidad la nueva entrega, la mañana en que llegó Marisa con unas ojeras que nunca le había visto, porque por fin la miró de frente, y se atrevió a desnudarla de arriba abajo, como si fuese queso, bizcocho y pan. Traigo unas truchas, dijo ella. Y él vio una bala en la panza de cada trucha, y dijo bien, ya se las pasaré, ahora vete>> (pág., 58).

     Los errores de puntuación no sé a quién atribuirlos…

     Y así, pian pianito, se van desgranando las cuentas del collar; caen, éstas, al suelo. Mellado, como boca de niño travieso, el collar luce deslucido. ¡Qué pena!                           

viernes, 12 de septiembre de 2025

489/ Corazón desideologizado

La única patria 

que tiene el hombre 

es su infancia

(Rainer Maria Rilke)


El niño-asunto-literario no es una originalidad. Véase, si no: Juan Ramón Jiménez (Diario de un poeta recién casado. Poema Soñando: <<–¡No, no!/ Y el niño llora y huye/ sin irse, un punto, por la senda>>); Miguel Delibes (El camino: <<Daniel, el mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal>>); Francisco Umbral (Mortal y rosa: <<Pero el niño está ahí, dorado de sí mismo, vivo, mirado desde los rincones por todos los gatos de la muerte, haciendo hablar a las cosas, gozoso de la locuacidad de los objetos y las esquinas, asomado al culo de la vida, viendo el revés de todo, encontrándole al mundo púas musicales, resortes de payaso>>); Fernando Sánchez Dragó (Esos días azules: <<Imagine el lector lo que para un matrimonio de buenas costumbres […] supone salir a la calle […] en compañía de un niño de ocho años con gesto de vivo dolor pintado en el semblante y los brazos convertidos en algo similar a las alas de un avión que planease sobre el Gólgota>>); y, desde hoy (para mí), Leopoldo de Luis. 

     Todos ellos perfilaron un niño modélico. Un niño acaso trasunto de todos ellos; pero un niño, al cabo, independiente (literariamente hablando). ¡Y qué niño el de Leopoldo de Luis! Yo no había topado nunca con este tipo de niño-asunto-literario. Tan empático él. Tan tierno. Tan humano y, a la vez, literaturizado por los cuatro costados (quiere decirse: poetizado). Una joya de la poesía española de posguerra este niño de Leopoldo de Luis, poeta de la Generación del 50, poeta (entre otros rótulos) social. Pero lo social, aquí, ni está ni se le espera si sabemos leer con el corazón desideologizado. Hay en el niño de Leopoldo de Luis un no sé qué de carne propia, de aliento propio, que al lector renta un malestar irreprimible por todos los niños del mundo que sufren en silencio. Una lacra, ésta, que debíamos erradicar cuanto antes de nuestra sufriente humanidad. No es permisible (no tendría que ser, siquiera, hacedero) que un solo niño sufra en el mundo. 

     Gabriel, tú estás, ya, fuera de peligro; tú, ya, cruzaste el Rubicón (te obligaron a cruzarlo). <<Pescaíto>> de nuestra memoria, serás por siempre niño-de todos, niño-no-asunto-literario sino real (de carne y de hueso arrebatados). ¡Juega! ¡Diviértete doquiera que estés!

     Vaya, aquí y ahora, el niño-asunto-literario de Leopoldo de Luis (arrancado, de cuajo, del libro Juego limpio. Taurus. Madrid, 1961. Pág., 56)…

     

     EL NIÑO


     Sé que en alguna parte llora un niño

     bajo la soledad de las estrellas,

     en medio de un desierto que transitan

     sombrías, sordas multitudes ciegas.


     Sé que un niño escondido está llorando.

     Su pequeño vagidos hasta mí llega

     sobre el fragor de carne y de metales

     que produce al girar la enorme rueda.


     Por encima del mundo, acaso al fondo

     del mundo, el diminuto dolor suena.

     Miles de pies lo aplastan diariamente

     en vano contra el centro de la tierra.


     Inútilmente lo sepultan manos

     en la amargura y en el odio tercas

     arrojándole gritos como sordas

     paletadas de arena.


     Busco a ese niño en todas partes, bajo

     todas las cosas, tras de cada puerta,

     y en cada rostro quiero descubrirlo

     como al mirar detrás de una careta.


     Miro a las gentes que se agitan, pasan 

     con su sombría soledad a cuestas,

     fabricando su muerte poco a poco

     sin saberlo siquiera.


     Pregunto a la desesperanza, busco

     entre la población de la tristeza,

     interrogo al silencio de los barrios

     del sueño, indago en las esclusas de la pena.


     Demando a los felices, a las blancas

     dentaduras de risa. A los que reinan

     en este reino. A los que otro, alto

     y eterno, alegremente esperan.


     Pero no escucha nadie

     mi voz, su llanto, acaso a nadie llegan.

     Como vaga memoria se repiten inútiles.

     Igual que vagos gestos en la niebla.


     Y sin embargo está en alguna parte.

     O en todas partes a la vez. La piedra

     abrupta, el rojo campo, el hondo

     horizonte, sus ecos doblan. Trémula


     la mano del otoño entre los árboles

     trae su gemir. Toda la primavera

     no basta. Todo el ciego estío

     es inútil. Su llanto es nieve que se acerca.


     Tengo que hallarte, pobre niño.

     Al fondo de los días tu honda queja

     duele y están tus lágrimas cayendo

     sobre cada palabra verdadera.


     ¿Es esto la esperanza, ir a buscarte

     por todos los caminos para impedir que mueras,

     recoger ese llanto como una dulce lluvia

     de salvación, como un bautismo sobre tanta amargura seca?