jueves, 30 de agosto de 2012

17/ Doméstica literatura

Nos han remitido una carta. Caligrafiada con pulso cimbreante y delator. Omnímodamente rendidos a la escritura los márgenes del papel. Por el torso y por el dorso. Su extensión no deviene exuberante ni recaba ingeniosidades. Adolece de su justo término. De amistad. De afecto. Erigirnos receptores nos ha regocijado. No solo por el remitente. Haberla redactado exhuma una práctica de raigambre humanista. Disímil de la de teclear lívidos correos electrónicos. La misiva se presta a ser olida. A ser palpada. A ser engurruñada. E, inclusive, a ser guarecida en la faltriquera. Más honesta que la moneda corriente deviene. Emociones y cavilaciones fugazmente transferibles vehicula. Pertenece a quien la redacta y a quien la descifra. Podría adquirir rango de Patrimonio de la Humanidad. Saramago punteó el centro del bolado cuando explicitó: Un e-mail no se emborrona. Inquiero: ¿Y una carta?       

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