jueves, 30 de agosto de 2012

17/ Doméstica literatura

Me han remitido una carta caligrafiada con pulso cimbreante y delator. Omnímodamente rendidos a la escritura los márgenes del papel; por el torso y por el dorso. Su extensión no deviene excesiva ni recaba ingeniosidades. Adolece de su justo término, de amistad, de afecto. Erigirme en receptor de la misma me ha regocijado; no solo por el remitente. Haberla redactado desempolva una práctica de raigambre humanista diferente de la de teclear lívidos correos electrónicos. 

     La carta se presta a ser olida, palpada, engurruñada; inclusive, <<guarecida en la faltriquera>>. Más honesta que la moneda corriente deviene. Emociones y pensamientos fugazmente transferibles vehicula. Pertenece a quien la redacta y a quien la descifra. Podría adquirir rango de Patrimonio de la Humanidad. 

     Saramago punteó el centro del asunto cuando explicitó: <<Un e-mail no se emborrona>>. 

     Pregunto: ¿Y una carta?

     Una carta no sólo se emborrona. Una carta, además de eso, tiene alma. <<Carta viva>> podría ser el título de un poemario (en alusión a aquel Soneto vivo de Carlos Edmundo de Ory). Una carta, señoras y señores, fotografía el carácter (la personalidad) del autor a través de la caligrafía exhibida en ella (que si letras picudas, que si espacios minúsculos entre caracteres, que si <<renglones torcidos>>…).

     El e-mail nació sin alma (aunque goce de popularidad a raudales). Vaticino, ay, que morirá más pronto que tarde…

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